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viernes, 15 de noviembre de 2013

La ducha espera.

Ante el ejercicio cotidiano de quitarse la ropa antes de darse una ducha,
ese día se quedó observando detenidamente su esbelta pero ancha figura.
Allí permaneció alrededor de quince minutos, evaluándose a sí misma
al natural, tal y como llegó al mundo por primera vez.
El abrigo, que la protege del frío, yace ahora en el suelo, como
quién desprecia y rechaza los obstáculos.
Sus botas, que dificultan el contacto de la planta de sus pies con la textura del parqué,
quedan en una esquina, acompañándose ambas en su soledad.
Comienza por bajarse la cremallera de sus vaqueros, quedando al descubierto
los dibujos que forman el encaje de su ropa interior inferior y, en un instante,
los pantalones vuelan recorriendo la habitación hasta quedar olvidados encima de la cama.
La yema de sus dedos rozan la piel de su abdomen mientras se quita el viejo jersey de
rombos que heredó de su padre y que, con delicadeza, cuelga del perchero.
En este momento, el helado ambiente de esas cuatro paredes comienza a hacer música
por toda su silueta. Con un hábil movimiento de manos, su conjuntado sostén deja de trabajar e inmediatamente sus hermosos pechos caen como cuando se abre el telón de una obra de teatro para disfrutar en directo de todas las letras que forman la palabra arte. Y, sin apenas esforzarse en ello, su trasero, que completa la armonía de curvas que conforma el conjunto de ella misma, junto con la fuente de placer femenino por excelencia, quedaban mostrados ante el observador más sincero que, posiblemente, pueda existir. Allí estaban ambos. El espejo y ella, con miradas arrebatadoras.
¿Qué ocurre en ese preciso segundo? ¿Qué pasa cuando no hay nadie más que ella ante su
propia persona, desnuda por dentro y por fuera?
Esa semana había decidido no llevar una sola gota de maquillaje en su pálido y alargado rostro.
Fue su forma de empezar a evitar las superficialidades de todo lo que le rodea. Quiso dejar
constancia de que, para volver a recordar quién era de verdad, debía empezar por mostrarse
ante el mundo sin protecciones, sin vacilaciones, sin etiquetas.
No obstante, no tardó en darse cuenta de que los cambios siempre provienen de procesos internos.
Y hasta que no empezó a ser coherente consigo misma, esos cambios no comenzaron a tocar
la realidad.
Sí, allí estaba ella. Observando la mujer en que se había convertido, dejando atrás toda esa
pirámide o cadena de procesos infernales de la pubertad, pero esenciales para entender la propia
vida.
Sí, allí se encontraba ella. Pensando que algún día alguien amará su marcado retrato centímetro
a centímetro, pero que primero tendría que lograr ser ella quién se ame en primera y última
instancia todos y cada uno de sus días.
Sin recelos, sin envidias, con humildad y modestia, tomó esta práctica por costumbre con el amago de dedicar unos minutos al día para admirarse retratada, pura, natural y con la gracia de su sonrisa.
Ahora sí, la ducha espera.

Rica. C


Nota: por experiencia de alguien que conozco, esto va dedicado a todas las mujeres del planeta.








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